viernes, 11 de julio de 2014

Volví una noche


Sólo soy escritor cuando escribo - César Aira

lunes, 25 de octubre de 2010

Suspensivos


Me encantaría contarte mi visión y enloquecerte hasta que seas mi par. Igual o mejor. Que incluso después sea yo quien no pueda entenderte. Que me superes y vuelva a ser alumno.
Hoy leí algo. Estaba dos pisos bajo tierra y la gente hablaba en silencio. Tenía Beatles y Stones en mi celular.
Leí luz, y puertas, y eso. El profesor se equivocó. Porque él no llegó a mi nuevo idioma, el que empecé a tocar. Ahora es mío.
Pienso en Welles. Brian Jones. Warhol. Podrían haber sido cualquier otros pero alguien/algo quiso que fueran ellos. Dialéctica del Iluminismo. Momentos que reclaman.
Tendría que escribir un ensayo pero hay que cumplir reglas. Desayuno antes de dormir y me ven mal. ¿Entendés?

jueves, 14 de octubre de 2010

Historia de la manzana misteriosa de Parque Chas


Existe en el barrio de Parque Chas una manzana acotada por las calles Berna, Marsella, La Haya y Ginebra.
No es posible dar la vuelta a esa manzana.
Si alguien lo intenta, aparece en cualquier otro lugar del barrio, por más que haya observado el método riguroso de girar siempre a la izquierda o siempre a la derecha.
Muchos investigadores han intentado la experiencia formando grupos numerosos. Los resultados han sido desalentadores. A veces sucede que el paseante sigue en la misma calle aun después de doblar una esquina.
En 1957, un grupo de exploradores franceses desembocó inexplicablemente en la estación de Villa Urquiza.
Urbanistas catalanes probaron suerte formando dos equipos y partiendo cada uno en dirección opuesta. En cualquier manzana de la ciudad es fatal que los grupos se encuentren en la mitad del recorrido. Pero en este lugar no sucede tal cosa y hasta se han dado casos en que un equipo alcanza al otro por detrás.
Los más pertinaces han realizado excursiones a través de los fondos de las casas, con el resultado de aparecer siempre dejando a sus espaldas calles que no habían cruzado jamás.
En estas experiencias se descubrió que muchos vecinos son incapaces de indicar en qué calle viven. Asimismo existen casas que no dan a ninguna calle. Sus habitantes se alimentan de sus propios cultivos o de lo que generosamente les pasan por sobre las medianeras.
Los taxistas afirman que ningún camino conduce a la esquina de Ávalos y Cádiz y que por lo tanto es imposible llegar a ese lugar.
En realidad, conviene no acercarse nunca a Parque Chas.

(Minicuento dentro del cuento Los Narradores de Historias del libro Crónicas del Angel Gris, de Alejandro Dolina)

viernes, 1 de octubre de 2010

Juegos de mesa (Segundo Acto)


Al bajar del colectivo abrió el paraguas. Era de esos chiquitos que al apretar un botón se alargan y resisten poco a los vientos fuertes. Lo había guardado en la mochila junto a los cuadernos de la facultad cuando esperaba que el ascensor llegara al piso 13 donde vive.
Miró a los dos lados y cruzó la avenida por el medio. Sus botas de goma la protegían de los charcos. Y el saco de gamuza del frío.
No estaba malhumorada por el clima. Al contrario. Esa mañana descubrió las gotas en su ventanal y de inmediato supo que tenía todo a favor para trabajar su fotografía. Estaba ansiosa por irse. Desayunó café instantáneo, tomó el 105 y entre caras impacientes, nostálgicas y codiciosas fue planificando cómo se iba a mover cuando llegara al lugar.
Metió su mano en el bolsillo del saco y prendió la cámara digital, regalo de cumpleaños. Mientras hacía esto, sintió cómo a sus espaldas la miraban de adentro de un café y pensó en sorprenderlos dándose vuelta rápidamente. Pero no lo hizo. Prefirió no conocer aquellos tres hombres y mantener el misterio. Quería imaginarlos como algo que no eran.
En la esquina frente a la diagonal del parque preparó la primer foto: una panorámica con el busto de San Martín, un mástil sin bandera y los armazones de hierro de la feria artesanal que funciona todos los domingos cuando no llueve. Sacó algunas más y revisó que no estuvieran movidas.
Satisfecha, volvió a enfocar y caminó a la otra vereda.
Pensó que nadie iba a andar por ahí. Y se asustó cuando lo vio temblando junto a su puesto de juegos de mesa.

(No se pierdan ¿el final? de esta historia el próximo viernes)(O quizás antes)

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Flower power


Al llegar al hall se prendía de mi pelo con las dos manos y acercaba su cara al nido de todas las fragancias: besaba mi nuca mientras yo elaboraba un nudo con el hueso cervical, el comienzo de la carne ancha de la espalda y las pequitas, y hasta simulaba un discurrir de escalofríos. Entonces él no podía despegarse: se quedaba allí, varado en mi nuca, en toda la mitad del salón, mientras yo meditaba sobre el estado de las uñas de mi pie izquierdo. Al rato me impacientaba y me rascaba las orejas con ambas manos, señal de que deseaba pasar a otras ocupaciones, entonces aflojaba los músculos de la espalda y las pequitas se desplazaban como sobre olas en la carne buena, y el pobre Leopoldo era despedido del conjunto de mis armonías.

Yo me volteaba y encaraba su desconcierto: ojos y labios morados. El daba tres pasos y caía encima de la guitarra, sin ninguna consideración con su instrumento. Y esa vez, como otras, la guitarra lo mordió, llenándole de veneno el alma y escozor, y la tuvo que rechazar con furia. ¿Entonces qué le quedaba? La música estaba a volumen medio. El mundo de afuera se conmovía en los últimos cimbronazos de la tarde. El pobre Leopoldo pensaría en caminar de nuevo a mí y hundir su cara en mi pecho y que yo le hiciera cómoda canastica con mis brazos, tan largos y tiernos, pero dudaba, alcanzaba a marcar otros tres pasos, pero esta vez por encima de su propia indecisión y su pena. Salía de esa inercia dando un berrido y arrojándose al cojín más cercano, y allí armaba con la velocidad del rayo un Bacilo tamaño responsable. Le daba tres largas fumadas que automáticamente le abrían como una herida, una sonrisa en esa cara. Entonces me llamaba, haciendo muecas y yo, contrita y fiel, acudía a recibir la torcida de la vida.

A esas alturas la Pasionaria me producía entusiasmo general por todo sin aprehender nada, anulación del sentido de escogencia, difuminación de la concentración hasta no poder recordar ni la forma correcta de agarrar una cuchara, hilaridad general, doble facilidad de comunicación, quiebres y ardores y alquitrán en la garganta, dolor blanco y angostura y vacío de corazón, imposibilidad de descanso, digestiones prolongadísimas, equis y zetas de malestar puntudo en el estómago, falta de apetito seguido de gula exagerada; pero cada cosa que se come va agrandando ese buche de indigestión, ante lo cual no queda otro remedio que tirarse al suelo y torcer de nuevo, exagerada capacidad de sufrimiento ante nimiedades, sensación de astillamiento y descascaramiento del cerebro, pinzas apretando el bulbo, el asiento, sangrientas telarañas en los ojos, brotes y erupciones en la piel, perpetuo borrón de sueños.

Pero, oh, cómo describir las margaritas que florecían en mí y el fantástico revolotear de luciérnagas que sentía cuando caminaba hacia él y me prendía del boleto largo, largo, para que yo quedara más dócil y sensible a sus caricias, repentino encontrón del lado bueno de la vida, y con dificultad retenía el humo grasiento y lo dejaba resbalar por la garganta, caer y hacer estragos dentro de mí, y me retorcía del gusto y del disgusto y le pasaba el Bombazo. El se daba tres piones y helo aquí de nuevo, ya un poco ensalivado, y yo pasaba la lengua por el anillo de su saliva, nuestro vínculo, y le daba una chupada más, dolor de hiél, tambor erróneo. Sus párpados habían descendido algunos milímetros. Me reclamaba el Barillo, carburaba, se lo metía encendido a la boca y yo pensaba en la selva negra y el mar maldito del Chocó, mientras me le acercaba y me dejaba agarrar del cuello para que me echara filudas corrientes de humo por la nariz que me dejaban extraviada, chorro de humo directo al coco que me extrajo, de una, recuerdos de correrías y comitivas y una tarde entera que me encerré en el closet a leer a Dickens para azoramiento de mis padres, música de pasos perdidos y de correr de páginas, sensación de estar respirando un verde que sube quemante y profundo para formar una mostaza en el cerebro, y la convicción fiel, maravillosa, subiendo la cara, estirándome, estremeciéndome, de que recuerdo que extrajera la baraya era recuerdo ido: en su lugar quedaba un hueco, y otro soplo tenía que darme, entonces, para reemplazarlo con humo. No importa, perdía Pickwick pero ganaba Play with Fire.

(Fragmento de la impresionante novela ¡Que viva la musica!, del colombiano Andrés Caicedo)

martes, 28 de septiembre de 2010

Juegos de mesa


Llueve.
-¿Que hacemos, nos plantamos? Capáz que después para -dijo el nuevo.
Los otros miraron al cielo y Carlitos chasqueó la lengua contra el paladar: "Vamono a la mierda" -dijo sin mirar a nadie. Los demás asintieron con la cabeza desganadamente.
-¿Así nomás? -dijo sorprendido el pibe-. ¿Todo el laburo en el taller para no estar? Hoy seguro que vendía.
-Flaco, me está dando frió -cortó Miguel mientras doblaba la frazada para tapar el canasto y atarlo fuerte a la bicicleta-. Además, ¿quién carajo va a venir?
-No sé, alguno que esperó al fin de semana para comprar algo.
-No pibe, nadie está pendiente de la feria. Cuando vos apareciste reemplazaste a otro que venía hace seis años. ¿Alguien reclamó algo? ¡Una mierda! Nadie se acuerda de "el tipo de los llaveros".
-¡Loco, me estoy mojando! -interrumpió nervioso Carlitos. Parecía no tener cuello de lo alto que llevaba los hombros para cubrirse del viento-. ¡Vamonos de una vez!
El resto entendió el mensaje y prepararon la retirada.
-Yo me quedo -se puso firme el pibe-.
-Hacé lo que quieras. Si querés te miramos desde el bar aquél, para controlar cómo te va -dijo Galván haciendo sonar exageradamente el cierre de su campera-. Eso sí, no seas turro y no te lleves todos los clientes.
Galván sonrió cómplice a los otros pero nadie le festejó el comentario.
Obstinado, el muchacho empezó a buscar en el cajón las cosas que había traído escondidas bajo el asiento del colectivo.
-Que te vaya bien -dijo Miguel subiéndose a la bicicleta-. Y no pongas la lona, haceme caso. Dejalo a tabla y fierro pelado.
Los tres veteranos se fueron con sus cosas al bar de la esquina y se sentaron en la mesa junto a la ventana. Desde ahí vieron cómo el nuevo estuvo dos horas sin moverse de su puesto de juegos de mesa. Parecía no sentir las gotas que le picaban la piel.
-Le falta mucho -comentó Galván. Y pidió otro café.

domingo, 26 de septiembre de 2010