miércoles, 29 de septiembre de 2010

Flower power


Al llegar al hall se prendía de mi pelo con las dos manos y acercaba su cara al nido de todas las fragancias: besaba mi nuca mientras yo elaboraba un nudo con el hueso cervical, el comienzo de la carne ancha de la espalda y las pequitas, y hasta simulaba un discurrir de escalofríos. Entonces él no podía despegarse: se quedaba allí, varado en mi nuca, en toda la mitad del salón, mientras yo meditaba sobre el estado de las uñas de mi pie izquierdo. Al rato me impacientaba y me rascaba las orejas con ambas manos, señal de que deseaba pasar a otras ocupaciones, entonces aflojaba los músculos de la espalda y las pequitas se desplazaban como sobre olas en la carne buena, y el pobre Leopoldo era despedido del conjunto de mis armonías.

Yo me volteaba y encaraba su desconcierto: ojos y labios morados. El daba tres pasos y caía encima de la guitarra, sin ninguna consideración con su instrumento. Y esa vez, como otras, la guitarra lo mordió, llenándole de veneno el alma y escozor, y la tuvo que rechazar con furia. ¿Entonces qué le quedaba? La música estaba a volumen medio. El mundo de afuera se conmovía en los últimos cimbronazos de la tarde. El pobre Leopoldo pensaría en caminar de nuevo a mí y hundir su cara en mi pecho y que yo le hiciera cómoda canastica con mis brazos, tan largos y tiernos, pero dudaba, alcanzaba a marcar otros tres pasos, pero esta vez por encima de su propia indecisión y su pena. Salía de esa inercia dando un berrido y arrojándose al cojín más cercano, y allí armaba con la velocidad del rayo un Bacilo tamaño responsable. Le daba tres largas fumadas que automáticamente le abrían como una herida, una sonrisa en esa cara. Entonces me llamaba, haciendo muecas y yo, contrita y fiel, acudía a recibir la torcida de la vida.

A esas alturas la Pasionaria me producía entusiasmo general por todo sin aprehender nada, anulación del sentido de escogencia, difuminación de la concentración hasta no poder recordar ni la forma correcta de agarrar una cuchara, hilaridad general, doble facilidad de comunicación, quiebres y ardores y alquitrán en la garganta, dolor blanco y angostura y vacío de corazón, imposibilidad de descanso, digestiones prolongadísimas, equis y zetas de malestar puntudo en el estómago, falta de apetito seguido de gula exagerada; pero cada cosa que se come va agrandando ese buche de indigestión, ante lo cual no queda otro remedio que tirarse al suelo y torcer de nuevo, exagerada capacidad de sufrimiento ante nimiedades, sensación de astillamiento y descascaramiento del cerebro, pinzas apretando el bulbo, el asiento, sangrientas telarañas en los ojos, brotes y erupciones en la piel, perpetuo borrón de sueños.

Pero, oh, cómo describir las margaritas que florecían en mí y el fantástico revolotear de luciérnagas que sentía cuando caminaba hacia él y me prendía del boleto largo, largo, para que yo quedara más dócil y sensible a sus caricias, repentino encontrón del lado bueno de la vida, y con dificultad retenía el humo grasiento y lo dejaba resbalar por la garganta, caer y hacer estragos dentro de mí, y me retorcía del gusto y del disgusto y le pasaba el Bombazo. El se daba tres piones y helo aquí de nuevo, ya un poco ensalivado, y yo pasaba la lengua por el anillo de su saliva, nuestro vínculo, y le daba una chupada más, dolor de hiél, tambor erróneo. Sus párpados habían descendido algunos milímetros. Me reclamaba el Barillo, carburaba, se lo metía encendido a la boca y yo pensaba en la selva negra y el mar maldito del Chocó, mientras me le acercaba y me dejaba agarrar del cuello para que me echara filudas corrientes de humo por la nariz que me dejaban extraviada, chorro de humo directo al coco que me extrajo, de una, recuerdos de correrías y comitivas y una tarde entera que me encerré en el closet a leer a Dickens para azoramiento de mis padres, música de pasos perdidos y de correr de páginas, sensación de estar respirando un verde que sube quemante y profundo para formar una mostaza en el cerebro, y la convicción fiel, maravillosa, subiendo la cara, estirándome, estremeciéndome, de que recuerdo que extrajera la baraya era recuerdo ido: en su lugar quedaba un hueco, y otro soplo tenía que darme, entonces, para reemplazarlo con humo. No importa, perdía Pickwick pero ganaba Play with Fire.

(Fragmento de la impresionante novela ¡Que viva la musica!, del colombiano Andrés Caicedo)

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