viernes, 24 de septiembre de 2010

Salpicado


Una mochila amortiguó mi caída cuando explotó la bomba. Estuve un tiempo tirado en el suelo, esperando que se calmen las palpitaciones en mis costillas mientras veía piernas correr y un agudo zumbido quemaba mis oídos. Apoyé mi rodilla en el asfalto y cuando estaba por pararme distinguí a la mujer que antes venía caminando detrás mío. Se había dado la cabeza contra el cordón de la vereda y su pelo rubio y lacio había cambiado de textura. Tenía la mirada perdida y babeaba mucho, estaba casi muerta. Yo no podía ayudarla. Y tampoco lo intenté. Pensé que si me quedaba en ese lugar corría peligro y me fui.
Recuerdo los dedos de su mano escalando y aferrándose a las hendiduras de las baldosas partiendo sus uñas falsas. Recuerdo los sonidos que salían de su boca deformada y los temblores de uno de sus pies. Todavía me acuerdo de sus muslos sangrantes y su falda partida. Los ojos verdes desesperados. El hombre que pasó corriendo y no se animó a mirarla. Su blusa blanca, y roja. No me olvido de las salpicaduras en el poste que, con su luz artificial, la vigilaba.
No puedo olvidarme de la sangre. La que yo derramé.

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