
Una mochila amortiguó mi caída cuando explotó la bomba. Estuve un tiempo tirado en el suelo, esperando que se calmen las palpitaciones en mis costillas mientras veía piernas correr y un agudo zumbido quemaba mis oídos. Apoyé mi rodilla en el asfalto y cuando estaba por pararme distinguí a la mujer que antes venía caminando detrás mío. Se había dado la cabeza contra el cordón de la vereda y su pelo rubio y lacio había cambiado de textura. Tenía la mirada perdida y babeaba mucho, estaba casi muerta. Yo no podía ayudarla. Y tampoco lo intenté. Pensé que si me quedaba en ese lugar corría peligro y me fui.
Recuerdo los dedos de su mano escalando y aferrándose a las hendiduras de las baldosas partiendo sus uñas falsas. Recuerdo los sonidos que salían de su boca deformada y los temblores de uno de sus pies. Todavía me acuerdo de sus muslos sangrantes y su falda partida. Los ojos verdes desesperados. El hombre que pasó corriendo y no se animó a mirarla. Su blusa blanca, y roja. No me olvido de las salpicaduras en el poste que, con su luz artificial, la vigilaba.
No puedo olvidarme de la sangre. La que yo derramé.
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